jueves, 21 de junio de 2007

De nuestro LIBRO


Primero el dulzor. No. Primero la amargura. No. Primero ambos. A los limones se les extrae el amargor hiriéndolos por fuera. Luego agua fría. Se lavan, se sumergen en una olla grande de cobre que habrá sido curada con sal, limón y vinagre. Viene el hervor. Y el bicarbonato. Se cocinan hasta ablandarse. Los limones deben olvidar su historia. Poco a poco. En la anchura de sesenta minutos. O más. Deben abandonar su lacerante incandescencia, su maldad.
Se apagan los fuegos. Los limones pasan a una olla esmaltada o a un envase de vidrio con agua hirviendo. Reposarán toda la noche, a expensas de su herencia venenosa.
Al día siguiente y con mucho cuidado se extraen las semillas. Deben los limones emprender de nuevo viaje al agua fría. En pleno olvido de su antigua mordedura. «Esta última operación debe hacerse suavemente y con cuidado de no estropear los limones; puede ser poniendo el borde de la olla bajo un chorro de agua muy suave».
El agua se cambiará dos o tres veces por día.
Pasarán dos, tres, cuatro días. Lo exacto. Lo prudente.
Se probará desde el principio que la amaritud distienda su cruel acervo. «Para ello se aprieta suavemente un limón y se prueba esa agua; cuando ya no se sienta amarga se continúa la preparación dulce». Fin del desabrigo, de la hiel heredada.
Se colocan siete tazas de agua y un kilo de azúcar en una olla de cobre. Vuelve el hervor. Los limones se escurren y pasan a su último cansancio. El fuego será fuerte por diez minutos. Luego suave y largo. Muy largo. Antes de retirar los limones debe haber un hervor fuerte, como una borrasca. Se pasarán los limones de inmediato a un envase de vidrio, donde se refrescarán antes de volver, ya aturdidos y ajenos, a la labranza del frío.

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